
Era junio en Carolina del Norte, Estados Unidos, la mañana húmeda de un día que prometía ser caluroso. Las calandrias castañas (Icterus spurius) daban sus cantos dulces desde el Flat River Waterfowl Impoundment, donde Kent Fiala las grabó. Era una mañana llena de los cantos de las aves en esta área natural donde el bosque caducifolio se intercala con campos y humedales.

Ahora en febrero, 2800 kilómetros al suroeste en una línea directa que sobrevuela 1500 kilómetros del Golfo de México, las calandrias castañas están mucho más calladas. Danzan entre las ramas y flores de una maraña al lado del río, destellos de borgoña y amarillo limón que se mueven constantemente. Hay un montón de calandrias aquí, una bandada de por lo menos quince, al lado del Río Huatulco en el estado de Oaxaca, México.
Ya las calandrias no dan su dulce canto veraniego; sólo escucho unos trinos ásperos, casi ocultados por el borboteo del agua. Por observarlas aquí, no adivinarías ni su canto hermoso ni dónde están en el verano, una distribución que incluye no sólo Carolina del Norte sino también otras tierras distantes: las Dakotas, Michigan, Nueva York. Tampoco adivinarías sus rutas de migración—rutas que, por lo menos por algunos individuos, involucran un vuelo de más de 800 kilómetros sobre las aguas del Golfo de México.
Las calandrias y la maraña

La maraña donde las calandrias castañas están forrajeando está cubierta en flores naranjas en forma de cepillos. Pertenecen a una liana que se llama el bejuco de carape o el peinito (Combretum sp.) que trepa sobre los arbustos, formando un refugio y cafetería para las aves al lado del río. Es un lugar bonito y una mañana sin prisa. Decido sentarme al lado del río para apreciarlo. Y por más minutos que me quedo sentado, más aves emergen de la maraña.

Las calandrias castañas siguen alimentándose entre las ramas, un enjambre de actividad como una aspiradora gigante y colorida, chupando néctar de las flores y agarrando insectos. Dos calandrias de Baltimore (Icterus galbula), aves brillantes de ébano y naranja, aparecen para investigar las flores también. Como las calandrias castañas, son aves que migraron distancias imposibles entre sus hogares natales del verano y esta maraña. Puede que éstas nacieron en Alberta, Tennessee o Pennsylvania. Dos calandrias dorso rayado (Icterus pustulatus), aves naranjas con estrías de carbón, saltan de rama a rama. A diferencia de las otras calandrias, residen aquí en Oaxaca todo el año.
De colorines a una paloma arroyera

Los colorines son más tímidos. He estado sentado media hora cuando finalmente emergen de las sombras. El colorín azul (Passerina cyanea), un macho cuyas plumas son como el cielo en sus humores más intensos, se percha en el sotobosque, listo para desaparecer otra vez. Pero tres colorines sietecolores (Passerina ciris) se atreven a beber desde la orilla del río. Las dos hembras son de un verde suave, texturado como las colinas de mi estado de Montana cuando la primavera se rinde al verano. El macho, por otro lado, se parece a un círculo cromático que se voló del estudio de un artista: su cabeza azul, su pecho rojo, su espalda verde amarillenta.

Siete picogordos azules (Passerina caerulea), parientes de los colorines, han emergido de los bejucos. Las hembras son de marrón herrumbre, los machos de azul opaco. Se perchan como el colorín azul, callados al borde de las sombras.
De repente un chipe amarillo (Setophaga petechia) aparece, un vislumbre de diente de león entre las hojas. Pausa a percharse brevemente en una rama al lado de un vireo gorjeador (Vireo gilvus) con el tono de las piedras. Una paloma arroyera (Leptotila verreauxi), un residente que normalmente sólo se escucha ululando desde el sotobosque, emerge para forrajear al borde del río. Ya he pasado 45 minutos sentado aquí.
Cuando el tiempo se detiene

Un chipe arroyero (Parkesia motacilla) y un chipe rabadilla amarilla (Setophaga coronata) revolotean en la orilla, alimentándose de insectos. Otra paloma arroyera sigue cantando en la distancia, donde los pericos frente naranja (Eupsittula canicularis) están chillando. Un grupo de pericos se echa a volar desde un guanacastle (Enterolobium cyclocarpum), su dosel repleto de sus extraños frutos arrugados. Los pericos anidan aquí en este corredor ribereño, excavando sus huecos dentro de los nidos arbóreos de las termitas (Nasutitermes sp.).

Hasta como adulto, hay momentos como éste: momentos cuando estoy en la naturaleza y el tiempo se detiene, cuando un animal, una planta o una comunidad me permite acercarme a su vida. De repente siento aquel asombro que sentía como niño, cuando el mundo estaba lleno de seres mágicos, cuando veía las plantas y animales con ojos nuevos y creía sin dudas en la bondad de la vida, en la magia que existía en los seres vivos con los que compartía esta existencia.
Este episodio contiene varios hilos—de las aves, de los diversos paisajes que sus migraciones vinculan, de una conversación con una bióloga oaxaqueña sobre la pasión que nosotros dos tenemos por la naturaleza. Pero en su esencia, ésta es una historia de esos momentos en la naturaleza: momentos cuando el tiempo no existe, cuando la magia se siente y podemos vernos parte de una comunidad intrincada y diversa de seres vivos.
Tierra de Aves

Conocí a Ana Rebeca Martínez Martínez en diciembre en la ciudad de Oaxaca. Nos conocimos a través de Tierra de Aves, una organización sin fines de lucro basada en Oaxaca que se dedica a conocer y estudiar nuestros vecinos con plumas. Ella es voluntaria ahí desde hace casi dos años. Lo que noté inmediatamente de Rebeca era su pasión por las aves y la naturaleza. Me había reunido con el equipo de Tierra de Aves para ayudar con sus sesiones mensuales para estudiar las aves en el Observatorio de Aves de Monte Albán.
Capturan cuidadosamente a las aves con redes especiales, toman datos sobre cada una de ellas, les colocan un anillo de aluminio para identificar individuos y luego las liberan. Es un proyecto que ayudará a mejorar nuestro entendimiento de las vidas y los movimientos de las aves que viven en Monte Albán, así como aquellas que lo visitan durante su migración. Incluso ayudará a entender los efectos que el cambio climático tiene sobre ellas.
Luego, le pedí a Rebeca que me contara más sobre su conexión con la naturaleza y su historia como bióloga. Un día en diciembre, nos reunimos para la conversación. Y mientras la escuchaba, pensé en todos los hilos de su historia que tienen paralelos en la mía, a pesar de haber crecido en países diferentes, miles de kilómetros lejos. Pensé en las aves, los insectos y las plantas—y en el sentido de la maravilla que nos han dado a nosotros dos desde la niñez. ¿Tú también lo has experimentado?
El café y el gorrión
Estamos sentados en el patio de un café cerca del Andador Turístico en Oaxaca, un espacio abierto con mesas y un par de árboles. Y gracias a Rebeca, nuestra conversación empieza con otro momento de conexión con las aves. Los gorriones domésticos (Passer domesticus), aves cosmopolitas que muchas personas desprecian, están buscando sobras y migas en el suelo. Rebeca, sin embargo, no los desprecia: sacando los binoculares de su mochila, revisa la bandada cuidadosamente.
Casi inmediatamente encuentra lo que está buscando. En la pata derecha de un gorrión, podemos ver el brillo de un anillo de aluminio. Este gorrión es uno que el equipo de Tierra de Aves anilló en el Jardín Etnobotánico de Oaxaca, cuatro cuadras más lejos. Ahí se ubica otra de sus estaciones de monitoreo—que ha estado en funcionamiento ininterrumpidamente, mes por mes, por más de 20 años, siendo el Observatorio de Aves más longevo de México. El gorrión es un individuo que Rebeca y el resto del equipo de Tierra de Aves ya conocen, una cara conocida en medio del café.
Pistas a la migración

Si pudiéramos divisar el brillo de aluminio en la pata de una de las calandrias o colorines al lado del Río Huatulco, si lográramos tomar una foto que revelara los números únicos estampados en el anillo, podríamos conocer un poco más de la historia de esa ave. Tal vez el anillo nos contaría de un colorín azul que nació en Nueva York y recibió su anillo de un equipo allá, o de una calandria de Baltimore que creció entre los álamos y encinos al lado de un río en Nebraska. Podríamos aprender si las calandrias castañas son las que Kent Fiala grabó en Carolina del Norte, o si éstas nacieron más al oeste—en las Dakotas, en Kansas, o tal vez más cerca, en Zacatecas.

En un bosque de encino unos kilómetros al norte de Oaxaca ciudad, cerca de un arroyo en las estribaciones de las montañas, un chipe lores negros (Geothlypis tolmiei) está llamando vigorosamente. Se esconde en los arbustos y malezas. Si pudiéramos verlo bien, hay una posibilidad diminuta que veríamos un anillo en su pata también. Hasta es posible—aunque sería como ganar la lotería—que el anillo tuviera el número de un chipe lores negros que yo ya conozco, como el joven que vi anillado en Wyoming el verano pasado. O puede que este individuo nació entre los álamos temblones de un arroyo en la Columbia Británica, o en un parche de sauces en las montañas de California.
Imaginar

En la ausencia de los anillos, no sabemos las historias específicas. Sólo nos queda escuchar las grabaciones de una calandria castaña de Carolina del Norte, de un chipe lores negros que grabé cerca de un riachuelo en Montana—e imaginar. Rebeca imagina—y también, sigue buscando los anillos.
Rebeca nació en el estado de Oaxaca; luego, su familia se mudó a la Ciudad de México para el trabajo. Como muchas historias de la conexión con la tierra, la de Rebeca empieza en su niñez. Creciendo sin hermanos durante sus primeros ocho años, ella sentía una conexión especial con las pequeñas criaturas del jardín fuera de su casa. Me cuenta de una vez con una amiga cuando encontraron a una polilla varada en el suelo del patio. La movieron para que nadie la pisara, y Rebeca recuerda con alegría que a su amiga la experiencia le quitó su miedo de las polillas.
Los insectos y las aves

En la universidad, Rebeca estudió ingeniería química y regresó a la Ciudad de México para trabajar. Pero la afinidad por las criaturas la seguía. Y viviendo en la ciudad, su conexión con los insectos (algo que siempre la había fascinado) se volvió especialmente importante. Las mariposas en particular le llamaban la atención. Empezó a rescatar a orugas que otras personas querían matar, alimentándolas con las sobras de plantas que los jardineros podaban del politécnico.
También se inscribió en la universidad otra vez, esta vez para estudiar los insectos. Se involucró con la Red Global de Jóvenes para la Biodiversidad (GYBN, por sus siglas en inglés) y con otros aficionados de la naturaleza dentro de la ciudad. Y cuando regresó a Oaxaca en 2021, estas conexiones la guiaron a ser voluntaria en Tierra de Aves, donde se enamoró de las aves también. Ya Rebeca siente que forma parte de una parvada humana, con un equipo que ella califica como “maravilloso.”
La pasión que Rebeca tiene por la naturaleza ha tocado a su familia también. Empezó con las orugas, cuyos avistamientos comenzaron a ser un tema de conversación familiar. Ya es así con las aves también. Rebeca me cuenta de una conversación reciente con su mamá sobre la migración increíble de los chipes cabeza gris (Leiothlypis ruficapilla). Estos chipes, tan comunes por Oaxaca durante el invierno, migran imposibles miles de kilómetros para pasar el verano tan lejos como Washington, Manitoba o Quebec.
Los chipes cabeza gris y las pirangas capucha roja

Se ven los chipes cabeza gris entre los árboles frondosos de la Sierra Sur también, 115 kilómetros al suroeste de Oaxaca ciudad, donde una aguililla alas anchas (Buteo platypterus) está silbando desde una rama en la selva perennifolia. A una distancia prudente de la aguililla, donde sus silbidos se disminuyen entre millones de hojas, una bandada de pirangas capucha roja (Piranga ludoviciana) está alimentándose entre el follaje expansivo de un árbol de Ficus. A veces, entre mordidas de frutas pequeñas, escuchamos sus llamadas rápidas.

Mientras la migración de los chipes cabeza gris ha tocado a la familia de Rebeca, en mi familia nos han tocado las pirangas. En septiembre del año pasado, 3700 kilómetros al norte, mi mamá escuchaba esas mismas llamadas en su jardín en Missoula, Montana. Por varias semanas, día tras día, una bandada de cinco pirangas capucha roja forrajeaba justo afuera de su ventana, alimentándose de las uvas que ella había plantado tres años antes. Cada vez que yo hablaba con mi mamá, ella mencionaba las pirangas y que tan emocionada estaba al verlas. Su sueño de un jardín de frutas y de plantas nativas que proveyera comida para humanos y alimentara a la vida silvestre estaba realizándose. Fue la primera vez que ella había visto pirangas en su jardín.
La esperanza de las aves

Cuando le pregunto a Rebeca cómo conocer a las aves ha cambiado su vida, me sorprende su respuesta. Me dice que las aves le han dado esperanza. Mientras que antes, ella miraba hacia el suelo buscando insectos, ahora también mira hacia el cielo buscando aves. Se da cuenta de ellas por sus voces. Y percibiendo su presencia y diversidad en su vida diaria, a Rebeca le da la esperanza de que, a pesar de los retos enormes que los seres de este planeta estamos experimentando—extinciones, la pérdida de hábitat, el cambio climático, economías extractivas—sí hay cosas que podemos hacer. Y reconociendo a las aves, viendo su relación con ellas como una de cooperación, a Rebeca le da la esperanza de que todavía podemos sanar, todavía podemos florecer, juntos con los seres vivos de nuestro planeta.

Me encanta esta perspectiva. Y me hacer pensar en mi conexión con una lejana tierra al norte en Montana, vinculada por la migración imposible que los chipes lores negros hacen cada año. Allá está el sitio de restauración que mencioné en el episodio pasado, Sevenmile Creek, donde en 2017 empecé a observar las aves. El sitio estaba muy lejos de ser pristina. Las décadas de abusos eran muy evidentes—y aun así, las aves y las plantas seguían, una diversidad persistente y exuberante en un lugar despreciado. A mí también me dio esperanza, conocer los chipes y gorriones entre las cerezas silvestres y la maleza, ver la diversidad de polinizadores visitando las plantas invasoras, conocer los cantos veraniegos de los maulladores grises (Dumetella caroliniensis), los tordos sargentos (Agelaius phoeniceus), los jilgueritos canarios (Spinus tristis), los praderos del oeste (Sturnella neglecta).
Mil momentos de maravilla

A mí me dio una conexión profunda con los seres vivos de este sitio, una conexión compuesta de mil momentos de maravilla, de estar sentado, de escuchar y aprender. Y Sevenmile Creek me puso la pregunta: si mis vecinos las aves y las plantas pueden sobrevivir tan bien a pesar de nuestros abusos, ¿qué tal si los ayudamos? ¿Si, después de conocerlos, de aprender sus formas de vivir, encontramos cómo reciprocar?
Es algo que Rebeca también se pregunta. Me dice que quiere que este 2024 sea su año de acción. Me cuenta de algunas de sus ideas: proyectos para reducir las colisiones entre las aves y las ventanas, para compartir la inspiración de la naturaleza con más personas, para sembrar plantas nativas y crear más hábitats para las aves dentro de la ciudad de Oaxaca.
Momentos de conexión

Y así regresamos a esos momentos de conexión con nuestros seres vecinos, de conocerlos y sentir la magia de estar vivos juntos en este planeta diverso. Creo que, con este tipo de conexión, es natural que crezca el deseo de reciprocar, de tomar acciones para que la vida prospere. La conexión personal que tenemos con las aves, los insectos y los otros animales, con las plantas y los hongos, con los líquenes y los árboles, con nuestros vecinos vivos, es una fuente de inspiración y sentido. También es esta conexión que nos va a decir si las acciones que tomemos están funcionando.
Entonces regresemos otra vez a la calandria castaña en el verano de Carolina del Norte. Pensemos en la maraña al lado del Río Huatulco, en los gorriones domésticos de un café en Oaxaca, en los chipes lores negros que pasan el invierno en las colinas de la ciudad y en sus cantos veraniegos miles de kilómetros al norte. Y a esta sinfonía de conexiones, añadamos miles de voces silvestres más de tu comunidad, de tu jardín, de tu parque local. Y entonces salgamos, colaborando con los incontables seres vivos de esta tierra, y sigamos conociéndolos y cuidándolos.